Café Lehmitz

El instante fotográfico es una suerte de intimidad conmigo mismo.

1
El idioma, una cuba donde se vuelcan las entrañas de los animales sacrificados que quien habla remueve con una pala de madera. Y sin apartarse el cigarrillo hurga o dice. Humo que se restriega por la mejilla, ciega un ojo, serpentea entre los rizos, desaparece. Igual que desde los mismos labios humea la voz, órgano extraído de un cuerpo recién despachado. Impregna camisas sin botones y faldas arrugadas en los muslos con un hedor a sangre que ya jamás las abandona. Café o matadero, ni quien escucha lo sabe. En el suelo se confunden las colillas pisoteadas con las promesas.

2
Donde las miradas convergen. Las monedas. El gorjeo metálico al ser tragadas, al caer en el depósito con un chasquido. Cuando liberan una de las columnas del templo acristalado.  Zigaretten. Tirar y que la brusquedad del cajón lo extraiga. Celofán. Romper un cuadrado en el envoltorio. Golpear por la parte inferior. Sentirse otra persona por el mero hecho de haber encendido el mechero y acercarlo. Un oficiante frente al altar. Zigaretten. Un mago ante la magia. Donde las miradas cuentan monedas. Las revuelven en el bolsillo con la mano izquierda mientras se hace un cálculo de la noche por llegar.

3
Se orina con ojos místicos. El ventanuco de ventilación. La cisterna. Cañerías que aparecen de la nada y hacia ella se encaminan. Con ojos, se diría, colgados del palo mayor. Oración. Se bebe la cerveza mientras se comparte el tiempo, se reparte, se obsequia. Una cenefa de espuma seca alrededor del vaso es lo único que permanece. Se orina alzando la mirada hacia donde no alcanza el rasguño de quien se repite su nombre en el yeso. Cántico, tal vez. Mirada, se diría, cegada por su ensimismamiento. Cuadrado de aguas ambarinas donde queda atrapado el ser que no se entrega.


4
La pared contra la que se apoyan narra. Con la punta de un capuchón de bolígrafo raspada o con un alfiler de corbata, son palabras tan ilegibles como los gestos que sostienen. Escritura ágrafa contra amor fortuito. Hay fechas, esa obsesión por no perder algo en el naufragio, hay ranuras sin sentido, hay arañazos silenciosos. La espalda que se mece contra el tabique se impregna del yeso que lo escrito libera. Polvo sobre ropas arrugadas. Manos que trazan huecos de desnudez. Pero la narración es ciega. Nada ve más allá de lo que iluminan los rasguños en el tramo oscuro.

5
La piel es una bandera rival en los días de invierno. Quien se quita la camisa para ser abrazado como un niño. El mismo mohín. O para iniciar una revolución igualitaria. La misma ingenuidad. Quien alza, o se alza, la falda para descubrir la ingeniería de un liguero. La firmeza de un enigma tantas veces desvelado y aún por desvelar. Una piel encontrada en el fondo de un armario donde han anidado las polillas. Y que no importe. Que ondee, pirata, a la hora del telediario. Irreverente solo para quien jamás tendrá la oportunidad de verla. La piel, una conquista.

6
En las sílabas no pronunciadas, en el trago que se relega, en el cigarrillo sin encender sobre la mesa crepita la noche. Se besan. Arduamente. Ellas. Se besan. Anudan el cordel de los labios que tanto han dicho, han bebido, han fumado. Y que solo ahora tiemblan, indemnes a los años. Una única respiración para las dos, ferrocarril que se aleja de la estación sin moverse, ave que abandona el tejado sin extender las alas. Estupor antiguo, ahora recuperado. Indemnes, las dos, a la saliva tragada, a las frases silenciadas, al tabaco dicharachero. Crepitación. Noche que anuda dedos, bocas, gargantas.


7
Abrir los brazos. Levantarlos. La cabeza hacia atrás. El pecho franco. Los ojos cerrados que miren al cielo. Abrazar a un dios que acaba de entrar en el Café de improviso con un halo de frío en la voz. Alzar los brazos. Celebración solitaria. Elevarlos para beber y ser bebido. Un momento único, antes de recoger sobre la mesa los pedazos del vaso roto o por el suelo los desperdicios de un deseo. Erguir el cuerpo. Los brazos. Haberlo dado todo por bailar una música que nadie escucha. El precio más alto que pueda pagar quien nada ha dejado atrás.

8
Los números impares suelen ser más locuaces. Quieren que pase desapercibida su condición. Su soledad diluida en la camarilla que reclama al camarero una ronda gratis.  Aunque no todos. A quienes les gusta gustar se transforman en columnas adosadas a la pared maestra y miran con mirada adquirida en cines de sesión doble. No ven al que se acerca sino como una oportunidad de verse a sí mismos. Sueñan con convertirse un día en la persona que se proponga conquistarlos. Que se acerque con un espejo en el rostro. Amarán solo a quien los admire tanto como ellos se admiran.

9
La tarjeta que se rasga tras la visita incómoda y al poco se descubre un posible interés y se rescata y se unen los pedazos con cinta adhesiva sin que aparezca el que contenía el número de teléfono, así las tardes en el Café. El jarrón que al desenvolverlo se golpea y agrieta y se disimula contra la pared, pero ya nunca lucirá las flores que presagiaba ni albergará el agua que les dé vida, así las noches en el Café. El libro que ha perdido sus cubiertas, muchas páginas y el índice, y no se sabe quién lo escribió.

[Junio, 2014]