Erin


1
La colina de Tara señorea en la llanura con el verdor de sus laderas. El idilio que mantiene el prado sin fin con los cielos de piedra eleva su altura, o quizá sean las nubes que en su tránsito se inclinan para tumbarse sobre la hierba. Como en ningún otro lugar la historia es aquí tan presente como invisible. No quedan sillares truncados ni altas cruces, solo surcos circulares donde se alzaron las empalizadas con sus signos. Un dibujo infantil sobre una cartulina arrugada. Y como niño que busca un duende, me descalzo para sumergirme en el verde, incansable, oleaje.

2
Con su vestido nuevo de flamantes franquicias en calles peatonales Belfast gira y gira gustándose, tan guapa busca mostrarse como cualquier ciudad a donde alguien quiera ir. Los pendientes nuevos de plata que apuntan a los cuatro vientos al bailar convierten la cueva del chatarrero en un jardín. Iracunda, exasperada siempre, la grisura del cielo la otea indiferente. Llovizna, pero Belfast sigue rotando, entusiasmada frente al espejo roto de su pasado, mientras bajo las faldas que ruedan volátiles la mirada únicamente busca zurcidos de la ciudad descosida que aún late en el nombre. Los jirones también de quien la observa.

3
Nadie recoge los colores cuando se va. Si ha de irse, ni siquiera se dará la vuelta. Así se quedan los sueños. El sol los despinta. La lluvia los reblandece. El frío los arranca. Pero permanecen. Sin que les importe cubrirse con el polvo del ambiente o la indiferencia de los transeúntes. En la ciudad solo cuenta el alma de neón que parpadea sobre una fecha. El único significado es el que cruje recubierto de papel celofán. Y que solo a lo nuevo se le reconozca historia nos deja, a lo abandonado y a mí, huérfanos de nuestra única posesión.

4
Murmullos, pasos indecisos, chasquidos de entradas que se rasgan. Un timbre. Traqueteo de butacas que se bajan. Otras que precipitadamente se suben para dejar paso. Frufrú de ropas que rozan, que se desprenden, que se doblan. Dos timbres. Carraspeos, crujir de papel que se abre, se arruga. Alguien lo lee entre susurros. Runrún sordo de respiraciones. Tres timbres. El sonsonete se interrumpe. Un instante suspendido entre el antes y el esperado después, que aún no llega. Se hace lo oscuro en la platea. En el escenario. Casi en el alma. Una tos repentina. Rumor de traseros acomodándose. Silencio. Una luz.

5
Sobre el lienzo de agua, la ladera vierte sus verdes directamente, sin mezclas en la paleta. No los oscurece con las sombras ni los combina con la noche. La noche ya llegará por sí misma para zanjar la sesión de pintura. Pinceladas escuetas e impregnadas de color se funden con otras dilatadas, crecientes, con los pelos casi desnudos de pintura. Cada trazo evoca la urdimbre de la fronda en el bosque. Una mancha de blancos, las paredes de la casa; un ángel rosa, sus jambas. La asimetría ordena la visión y la mirada puede prender en cualquier lugar del cuadro.

6
Esculpe cada invierno un círculo de la espiral que se cierra sobre sí misma siguiendo los pasos del hilo de las horas en torno al huso. Los cielos de piedra, la ira de la tierra enjuta, el clamor de las ventiscas. Una vuelta sobre uno mismo, arropándose. Senda que se abisma en el bosque impenetrable. Golpe de viento que turba la columna de humo sobre la roca de las incineraciones. Una aflicción hasta el amanecer que ilumine el rostro de los muertos. Y cambie de sentido la espiral, una dulce claridad que ilumina desde el horizonte, abriéndose mientras se cierra.

7
La cristalera del restaurante de la jarley lo convierte en una pecera. Peces de alberca. Pez tigre. Primer plano de tigresa, enfundada en exacta piel, escote de bandeja de té, dándole con el tenedor, tan tierna, un pedacito de pizza al niño con pajarita de colores. Tigretón el maromo, vista perdida, deshaciéndose con el calor de la cocina, camperas de punta que se afilan para alcanzar el embrague de la moto que no alcanza. Cada mesa un remolino de peces sobre las migas que lanza un colegial desganado. Lo contrario de querer cenar cuando me detuve en la calle Fleet.

8
Si al mirar por la ventana contempla una mañana despejada, el paisajista de cielos de Howth considera festivo el día. Si hay nubes, toma caballete, silla de tijera, maletín y paraguas, y se dirige hacia el puerto. Allí raras veces se le ve levantar la cabeza. Coloca en el suelo un espejo donde observa la nubosidad. Luego mezcla azules, grises y blancos que esparce en el lienzo. Cuando los ojos regresan al espejo, el modelo es otro. Rehace colores, volúmenes. Al compararlos nunca resultan iguales. Una y otra vez empieza. En ocasiones, si no sopla el viento, concluye un cuadro.

9
Como las cucarachas, el helor asciende por los muros del presidio e, igual que en mi cuartucho de estudiante del Trinity, congela desde las paredes el mismísimo aire. Nadie crea que el frío es silencioso. Berrea en la boca misma del oído su odio a la calma. Su aborrecimiento de la quietud. Aquel pasmo de ventana encarada al norte y esta gelidez de encierro, ¿entumecen igual el alma? Bajo las mantas el sueño de la vida se resumía en una frase de Symonds: It was a powerful and masculine emotion. Tantos años de vida, ahora, se reducen a una tachadura.

10
Cada vez más las librerías parecen bares. Los libros se muestran charlatanes, ruidosos, ensordecedores. Colores tan chillones. Agresivos. Sensación de que no van a parar de hablar. Como en las discotecas, donde todos conversan lo que nadie consigue oír. Añoro las viejas librerías de libros dormidos. Polvorientos. Silenciosos. Las palabras necesitan silencio para expresar. Cuanto más silencio acumulen unos versos, mayor será el estremecimiento de quien los pronuncie. El silencio es consustancial a la palabra. Es difícil comprender esta condición, una vida rara vez da para ver la soledad que un libro necesita. Porque solo quietud y olvido otorgan densidad.

11
Un ratito dublinés le convierte a uno el río Liffey. Pintor nocturno, se esmera con el puntillismo de las luces sobre su lienzo negro. También las bibliotecas, que conservan la madera al pie de los estantes y el austero banco que devolvía a los libros vida. Los mercadillos callejeros, donde se siguen voceando las frutas igual que en el Ulises. Deidad común también es la cerveza. Más difícil cometido tiene el pedazo de grasa que se fríe en la sartén y arrasa digestiones. La taberna como emblema. Recorro Temple Bar y solo entro en un café vacío que se traspasa.


[Septiembre, 2013]