Descalzo por el bosque


1
Se cuenta de los habitantes de Toprak que mantienen desde antiguo la costumbre de levitar cuando amanece. Se alzan del suelo durante unos segundos en honor al soldado que fundó su imperio y que pervive en el nombre de la ciudad. Tras un salto imposible sobre la tierra que le había visto nacer como hijo de vagabundos, Toprak situó su cuchillo por encima del escudo de su enemigo, el temible rey Arazi, y se mantuvo en el aire el tiempo necesario para esquivar la espada y devolverle un golpe mortal en el cuello. Levitan, devotos, como quien no se afeita.

2
El general de los ejércitos mokradíes, cuando atravesaba estas tierras exultante por sus victorias, erigió una ciudad en lo que hoy son los suburbios de la gran metrópoli de Suchý. Apenas quedan en pie dos columnas del templo fundacional. Sobre sus gastados capiteles una familia ha extendido una lona protectora, y de fuste a fuste hay atados alambres donde cuelgan sus pertenencias. Con un poco de atención se puede descubrir cómo algún ciego reposa a la sombra sobre un sillar geométricamente tallado. Conviene, no obstante, regresar temprano al centro de Suchý, porque con el anochecer la vieja Mokradí se anega.

3
Por la cuenca del río Po se extende el territorio que absorbió a los descendientes del rey Fricǎ. Como los pájaros al atardecer, llegaron en bloque, sucios y sedientos. Huían de las montañas. Pasaron tres días seguidos en las aguas, comiendo los frutos de los árboles ribereños que arrastraba la corriente. Luego se esparcieron por la comarca. La mayoría perdió la lengua de sus muertos al paso que apilaba piedras para levantar una casa. Su piel dejó de ser blanca y los ojos de sus hijos nunca fueron tan claros. Sólo una breve desazón al anochecer les recordaba su identidad.

4
La ciudadela de Pious Gobón se alza señorial sobre un escarpado promontorio en mitad de la llanura. Sólo las cabras ascienden por sus laderas. Sus guerreros, con el paso de las generaciones, compartieron la inexistente tarea defensiva con otros oficios. Unos fabricaban quesos, otros practicaron la oración como garantía de la paz que disfrutaban. Con el tiempo, los soldados queseros abandonaron la peña agreste para estimular la venta de sus productos, y los orantes salieron en busca de nuevos beatos para sus creencias. Y las calles de la fortificación, nunca conquistada, quedaron sólo a merced de perros y de ratas.

5
Se acercan al fuego. Han calzado los carros con pedruscos y las acémilas arrancan la escasa hierba de la planicie con su habitual escepticismo. La hojarasca crepita sobre los troncos, por prenderlos, y las llamas impetuosas se abrazan a los pies ennegrecidos de la trébede, que sostendrá la olla cuando el cocinero vierta en el agua los rábanos pelados. La luz se acuesta sobre las colinas occidentales, a su espalda. Enfrente oscurece el territorio ignoto. Nada saben de él, pero si algo convierte las incertidumbres en certeza es la guerra. Un palafrenero cuenta una historia, se echan a reír todos.

6
En cierta ocasión, según relatan los anales pictóricos de los reinos tétricos, se presentaron ante el monarca dos súbditos que se atacaban con idénticas acusaciones. Tetros IV miraba a uno y otro alternativamente para escuchar siempre las mismas palabras que acababa de oír. Mandó que pasaran los testigos, y la escena se reprodujo con estos. Quienes defendían a uno lo hacían como si hablaran ante las aguas quietas del lago, que respondían con los mismos gestos. Ordenó un torneo entre ambos, y los dos luchadores cayeron al suelo en el mismo golpe. A la vez vomitaron sangre y juntos perecieron.

7
Del país de los Néma poco se sabía hasta que se divulgaron los prodigiosos escritos de Radbeck Perksio Éada y se tuvo noticia de sus intrincadas expediciones por esta región cuya geografía desconocen los mitógrafos. Una malformación genética, al parecer extendida desde antiguo, había impedido que los Néma desarrollaran el habla, y es posible incluso que quienes pudieran hablar no tuviesen quien les enseñara. Desarrollaron, sin embargo, un complejo sistema de signos basado en la mirada y en la caricia con el que, según observación del maestro Radbeck, «nada dejaba de ser dicho, y al atardecer se mostraban incluso locuaces».


[Julio, 2011]