Fenêtres d'Aude

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1
Mi cuarto está en el primer piso de la casa de mis padres. A la derecha, el corredor conduce hasta una ventana que da a la calle. A la izquierda, la escalera acaba delante de la puerta de entrada. La casa de mis padres ya no es mi casa, desde que dejé de ser una niña. Pero es donde sigo viviendo. Stéphane salió una mañana del pueblo y no ha regresado ni en verano. Es cuando más trabajo hay, dice. Aquel día subí al castillo y miré los campos. Cada mañana, al salir del cuarto, dudo si ventana o puerta.

2
Sobre las mesas el viento ha acumulado un dedo de arena que nadie retira. Las sillas caídas, desparejadas, que nadie alinea. Una alfombra de hojas que no barre nadie acaso en años. Y el silencio, sobre todo, que el vuelo impetuoso de algún gorrión no consigue acallar. Por un boquete abierto entre los sillares de la memoria he querido contemplar hoy el recuerdo de aquella tarde. Tarde de inicios del verano, calurosa bajo la sombra de las acacias, en el patio del restaurante, con los platos del postre sucios aún sobre el mantel y las copas, las risas, las palabras.

3
Los días, el miedo, la nómina, qué se yo, los horarios fueron apilándose a mi alrededor como sillares de un muro cada vez más alto, y la sombra que proyectaba acabó por secar la hierba y las flores que habían nacido en mi piel con sus caricias. Y lo que construí como defensa —¿de qué?, de la soledad, de las compañías desconocidas— se convirtió, con los años, en el auténtico enemigo. Fue entonces cuando la descubrí, estrecha aspillera abierta en la rutina para admirar el mundo con la belleza desnuda de sus pocos centímetros, y me devolvió a mí misma.

4
La vida son los cielos —nos dice el embaucador del castillo al atardecer—, las montañas a lo lejos, los campos en flor, los bosques, el vuelo del cernícalo. Eso es la vida —clama y su voz retumba en el patio de armas y se posa en la arena—, las ardillas que corretean por el camino, las mariposas que lo embellecen. Al amanecer me acurruco en el alféizar de la tronera y aunque el aire que su hueco cuela me hiele la mirada observo todo por ver cuánta razón lleva: las nubes, los pájaros, la vida de los demás.

5
Una maceta de claveles rojos, los visillos con un barco bordado que parecía navegar en mitad del azul de sus jambas, la luz de una lamparilla de pie al caer la tarde. No miraba porque sí aquella ventana cada día camino del colegio, de regreso, dándole mordiscos a la merienda o patadas a un balón. La observaba detenidamente por captar el paso fugaz de una sombra. Sólo era un niño, y la viuda, aquella mujer enigmática de la que se decían tantas cosas. Ante su ventana, hoy, no me pregunto qué será de ella, sino qué ha sido de mí.

6
Una casa solariega en lo alto de una calle, con vistas a las eras. Que la antigua muralla pasa por el corral lo certifican algunos sillares aún colocados en su lugar. Cerca hay una fuente y pasan las mujeres arriba y abajo con cántaros en la cadera. Las contemplo desde el ventanal. No sé muy bien cómo es por dentro la casa ni qué hago en ella. Durante años soñé esta escena, luego dejé de soñarla y acaso quedaron cerradas sus contraventanas para siempre. Ahora distingo las losas o la puerta con bastante más nitidez que aquello que he vivido.

7
En la juventud uno cree que la vida es como un barracón de feria. Tras la última jarana, se madruga, se quitan las estacas, las maderas quedan apilados en la caja del camión y junto al rectángulo de lo que fue la experiencia sólo se ven las manchas oscuras de la orina en el suelo. Uno se siente nómada de feria en feria, a cuestas con la provisionalidad de la juerga y basta. Pero la vida tiene días, y cada día es un sólido sillar que se asienta sobre la piedra del día anterior y crece dejándole a uno dentro.


[Junio, 2011]