Mínima berlinesa


Los amores muertos
Como los amantes que únicamente conservan separaciones y divorcios del intenso fulgor de sus pasiones, Berlín sólo muestra el polvo calcinado de sus febriles amores con la historia. No despreciaba don Juan a las mujeres engañadas, sino al curso de la vida, que tiene en el tiempo su esencia. Eso es don Juan, la experiencia amorosa que prescinde del tiempo. Berlín padece otro tipo de don juanismo con su pasado: la de quien ignora la lenta sucesión del tren mercancías del tiempo, y por ello todo lo brinda a la inmediatez de lo intenso, llama prodigiosa y breve, hoy calcinación.

Las nimiedades valiosas
El berlinés Walter Benjamin me había enseñado que las grandes obras del presente caben en un fragmento, un artículo, una reseña. Que la vivencia de la ciudad, también, es un café, un barrio, una plaza. Desde entonces ha pasado casi un siglo. Por Berlín camino en busca de las grandes obras de este presente: encuentro valor ya sólo en lo que carece de metáfora, de sentido figurado: no la calle, sino el nombre de la calle; no el edificio, sino el número del edificio; no la plaza, sino el paraguas tirado entre la hierba; no el poema, sino las sílabas.

El brillo de los comercios oscuros
Sólo queda muro en pedacitos dentro de las tiendas de recuerdos, pero Berlín sigue pensándose con una línea, aún más drástica, entre oeste y este. En el oeste el comercio anhela imponerse a la voluntad y a la experiencia del paseante, como en casi todas partes y en casi todos los órdenes de la sociedad. Por el este se camina por calles a medio hacer y sin que nada lo avise ni lo prevea, un pequeño escaparte con un delicadísimo vestido, un bolso o unos zapatos que se podrían enmarcar. Sin reclamo, sin más información que el poema en sí.

El paseo insulso
En Kurfürstendamm una placa cuenta que allí Joseph Roth escribió Radetzkymarsch en 1932. He visto fotos de la avenida y entonces era un lugar elegante, con una fila de coches aparcados junto a la acera. Tal vez por eso Joseph Roth, cuando la recorría, se pegaba a las paredes «como los perros» y envidiaba la libertad y la rapidez de los tranvías. A estos les sembraban verde y exuberante hierba para su tránsito; a él, sólo señores con abrigo de paño y sombrero caro. Es la realidad que leo; la que veo: comercios iguales y multitudes idénticas de distintos orígenes.

El aperitivo hierático
Se llega a Berlín con ansias cosmopolitas y se descubren poco a poco los deleites de la capital de provincias que fue y acaso nunca deje de ser. Provinciana librería, junto a la gran avenida comercial del oeste, donde ordenan los libros por editoriales en unos estantes verdes, de noble madera, llenos de encanto. Se cruza Berlín en busca del fragor moderno y se anota en la memoria el nombre de los cafés que convidan a perder la tarde charlando. Berlín, ninfa hierática que se quita el zapato para pinchar con su tacón una aceituna en el platillo del aperitivo.

Los tranvías gamberros
Desde la casa en la que vivieron juntos unos meses en Berlín Dora Diamant y Franz Kafka, en 1923, se oye el paso de los tranvías que suben y bajan por Munzstraβe. El edificio, situado en una calle tranquila y discreta, tiene planta baja, tres pisos y buhardillas. En su fachada se abren siete ventanales por nivel, coronados en el primero —éste también más alto— y segundo por una moldura rectilínea y escalonada, muy elegante. Observo estos detalles mientras oigo que pasan los tranvías «con groseros ruidos de viento, y sonando como relojes estropeados». Así los describió Kafka en 1910.

Los paraguas muertos
Un día de viento y lluvia en Berlín deja las calles llenas de paraguas muertos. Cuento siete en el cubo de la basura del empleado municipal que los ha recogido y yo fotografío otros tantos. Los berlineses, que diligentes llevan entre los dedos el papel del caramelo que acaban de meterse en la boca hasta la distante papelera, abandonan a su suerte en cualquier sitio su paraguas cuando la varilla se rompe o no se abre. Parece una metáfora del desamparo del dueño del paraguas tras el incidente. Acaso se quede en mera paradoja: el resguardo perdido, a la intemperie.
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[Agosto, 2011]