Dietario de sensaciones 02


21
Una carta es una caja de acuarelas. Los dedos que la escriben, el pincel; y los ojos que la esperan, un cuenco de agua. Las palabras son pastillas, cada una de un tono diferente. Y cuando la mirada las lee y los labios las pronuncian en voz baja, colorean el presente de quien las ha recibido. Las cartas irisan la grisura de los días. Los llenan de viveza. De naranjas recién brotadas del árbol, de amarillos cuyos destellos lanza el cristal de las ventanas, de azules que descansan sobre los hombros. Tinte que jaspea las horas, que les da sentido.

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El graznido del despertador antes del amanecer, el salpicar del agua en el plato de la ducha contra los azulejos, la llamada también olorosa del café que sale, el fragor de la ropa al entrar en contacto con el cuerpo, la puerta al cerrarse, los escalones que dan las horas al bajar, las sirenas ferroviarias a lo lejos, el estrépito de habitación de adolescente del tráfico, el chirrido de los frenos del autobús, el aire comprimido de la puerta al abrirse, su motor cuando acelera, el griterío cruzado entre colegiales, la vibración del cristal. Extraña conversación la de cada día.

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Disfrutan de una realidad diferente a la realidad. Hasta tienen sabor. O vierten sabor en la memoria, lo que casi es más intenso que extraer un simple gusto. Lo mismo ocurre con su aroma. Huelen. Como el jazmín, o como el olor que se recuerda del jazmín. Como los cuerpos, o como la fragancia que se sueña en los cuerpos. Y suenan. Siempre aparecen ataviadas con el vestido largo de la sonoridad, o emergen con sonidos desnudos. Les gusta la música y los bailes. Y seducen. Embriagan. Dulcifican. Sosiegan. Se sientan a un costado y acarician el cabello. Las palabras.

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Algunas hojas han caído sobre las tablas de madera. Sin nadie el banco del parque languidece, casi ojeroso, casi asmático. Una paloma se ha detenido en el respaldo, mira altiva hacia la nada y deja en el lugar una huella que gotea de un listón a otro. Una hilera de hormigas ha descubierto en los intersticios un insecto muerto y aprovecha la soledad para trazar líneas. La brisa saca a bailar sobre el tablado del asiento hojas que pierden la inocencia con rapidez. Un banco vacío, junto al sendero, sin que importe si le da sombra o está al sol.


25
La penumbra del cuarto después de amanecer. La persiana traza paralelas imprecisas de luz que las cortinas difuminan. Una delicada claridad que entrelaza las manos del silencio. Las aves están a punto de que la costumbre las despierte, los rótulos anuncian el tren que ha de llegar y partir, los empleados del riego desperezan el empedrado de las calles sin que nadie los moleste. La tibia piel de los cuerpos, su dulzor ambarino, casi indolente, conoce el instante anterior a que el campanario de la iglesia diga «Acción» y la claqueta arranque el día. Aún a espaldas del mundo. Crisálida.

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Azul, ocre, duna, mar, en sí mismos, pronunciados al azar, no son nada. Sonidos y un brote de significado entre piedras, allá donde las raíces no encuentran dónde nutrirse. Té, galletas de avena, ventana, tarde, en sí mismos, no son más que ingredientes del día sin el día. Lo que proporciona hondura y sentido a azul y a mar, a ocre y a duna, es el idilio de memoria y metáfora. La unión de dos opuestos: la presencia y el deseo. Lo que también convierte los sabores del día en símbolos. Los colma de densidad y cuerpo. Les da vida.

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Están dentro, pero también alrededor. Después de pronunciadas revolotean algún tiempo por el cuarto y luego descienden en zigzag, despacio, y aterrizan sobre la blancura de la sábana donde, aunque no sea posible distinguirlas, aguardan con paciencia que alguien se acueste para volver a alzarse sobre una pierna, ascender por la espalda, sujetarse en un mechón de cabello o simplemente pegarse a la piel cuando un cuerpo que descansa las ha cubierto por completo. Y así obtienen una nueva aventura con quien las acaricia ahora en silencio, sin su sonido, solo con el recuerdo de que fueron pronunciadas por alguien.

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Cuanto más arrecia el viento, mejor vuela la cometa. El papel tiembla con estrépito, la cuerda se tensa y los colores realizan movimientos imposibles en un fondo de día gris y alterado. La cometa asciende y gira y cae en picado para inmediatamente elevarse y de nuevo girar en sentidos imprevistos por quien sostiene el vuelo desde la arena. En días de ventisca muchos la guardan, no arriesgan su fragilidad, prefieren verla presidir un cielo claro, sin brisa, inerte, una fotografía antes de disparar la cámara. Pero quien decide lanzarla descubre la vehemente pasión de la cometa por la intemperie.

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Planean un instante en las corrientes de aire y descienden luego hacia el papel donde se posan. En orden. Mejor, en fila. Una palabra tras otra. Aunque expliquen el desorden, aunque hablen de laberintos, pese a que a veces no se entiendan entre sí. Descienden planeando un instante y se posan. Como hacen las golondrinas en los tendidos eléctricos, una al costado de otra, formando la partitura de la tarde. La que se interpreta a coro cuando asombra contemplarlas. Una hilera que cruza el aire, las palabras, un trazado de hormigas en la arena. Escritas a lápiz en este papel.

30
Del sombrero olvidado bocabajo en el banco del jardín el pájaro que se ha acercado a picotear en el ala vuelta del revés ha extraído del hueco un señor vestido con frac y pajarita y una vara de mago, que nada más aparecer le ha preguntado la hora a un tilo cuya sombra había quedado atrapada en el columpio donde niñas y niños aprenden pronto a ser temerarios. Al ver tan extraña figura en el parque infantil lo han rodeado de inmediato y le han pedido a coro un mismo truco: que les regale piruletas y les apruebe los exámenes.

[2016-2017]